Aquella histórica visita de García Márquez




En un número publicado el 22 de agosto de 1967, la revista Primera Plana le dedicaba dos páginas a la visita a Buenos Aires del genial escritor Gabriel García Márquez. El colombiano recién acababa de editar "Cien años de soledad", era aún amigo de Mario Vargas Llosa -reciente Nobel de Literatura- y disfrutaba de su visita a la Capital Federal, donde nunca más volvió. Una crónica excelente, para disfrutar y recordar. Textualmente, en "Primera Plana", bajo el título "García Márquez tiene quien le escriba", se señalaba textualmente, hace 44 años, lo siguiente:

"Llevaba casi un mes sin dormir ni quedarse quieto, luego de haber metido toda su casa de México en un depósito de muebles, de haber llevado sus hijos a Bogotá, de volar a Caracas para conversar con profesores y académicos en un Congreso de Literatura, de caminar a trancos cortitos por los anfiteatros y aulas máximas de Caracas y Mérida y de soportar sudando casi treinta horas de vuelo mientras su mujer, Mercedes, escribía a su lado infatigablemente. A él, Gabriel García Márquez, siempre le endilgan los problemas prácticos, Mercedes es la literata de la familia. Al menos esa es la versión que Gabriel, Gabo, desliza en las orejas de sus amigos con socarrona malicia y que "a ti te la cedo para que seas el primero en publicarla. Yo te la firmo".
Sigue sin dormir desde que desembarcó en Buenos Aires, al amanecer del miércoles 16, con un saco cuyos colores enceguecen tanto que ningún profesor ni cazador de autógrafos se atreve, desde entonces, a acercársele. García Márquez lo usó en Caracas para ahuyentar a las turbas que se le echaban encima y le hablaban de su novela Cien años de soledad como si la hubiesen leido (habían llegado entonces contados ejemplares), se puso también su saco en Buenos Aires como pararrayos contra los periodistas, los estudiantes y sus grabadores.
Desde aquel miércoles no ha cesado de trabajar en la lectura de las 75 novelas presentadas para optar al Premio Primera Plana-Sudamericana, de releerlas minuciosamente a las 5 de la mañana, a las 7, a la medianoche, de tomar notas y apuntes para poder discutir "en igualdad de condiciones" con los otros dos jurados: Leopoldo Marechal y Augusto Roa Bastos. El 28 de agosto anunciarán su fallo.
Mientras tanto, se rasca el pelo crespo y echado sobre la frente y mira las vidrieras de las librerías para entender cómo Buenos Aires, "una ciudad a la que no le descubro las mañas", pudo agotar en tres semanas la primera edición de Cien años de soledad, cómo el sarampión de la literatura latinoamericana ha podido infectar de tal modo los taxis, las mesas de los cafés y las tiendas de señoras por donde vagabundea Mercedes, en los intervalos entre una carilla y otra de su próxima novela.
Quizá no vuelva a México, donde vivió sus últimos seis años, engendró un hijo y escribió una decena de guiones cinematográficos. Ha resuelto darse unas vueltas por las capitales de Sudamérica, Montevideo, Asunción y Lima, antes de quedarse otro mes en Bogotá y de embarcarse rumbo a Barcelona. Allí se establecerá por un par de años "porque la ciudad queda a orillas del mar, es barata y porque mientras no me llene de amigos habrá la paz debida para escribir otra novela". Pero no aclara quién escribirá esta vez El otoño del patriarca, si él o Mercedes; quien deberá luego de publicado ese otro libro, encararse con los profesores, los académicos y las cazadoras de autógrafos.
Renuente a cualquier formalidad -incluida la de los reportajes- Gabriel García Márquez prefirió contestar a las preguntas salteadas que le formularon durante cuatro días los redactores de Primera Plana con una carta veloz, antisolemne, cuyo estilo fuese el de sus conversaciones y no el de los libros que escribe su mujer. Este es el texto:



"Inolvidable, amigo Vargas Llosa"

"En el avión de México a Caracas se me sentó al lado un lector entusiasta, y me dijo sin pudores de ninguna clase: "Usted es el mejor novelista de lengua castellana". Me sentí tan halagado que hice destapar champaña para agradecer el cumplido, mientras el admirador seguía abrumándome con sus elogios. Al despedirse de mí, en Caracas, el hombre me dio un gran abrazo, diciendo: "Este ha sido un viaje inolvidable, amigo Vargas Llosa". Lo primero que hice al encontrarme con Mario, por supuesto, fue cobrarle la champaña. Esa misma tarde, una muchedumbre de fanáticos lo asaltó a la salida del hotel, en Caracas, y se llevaron pedazos de su camisa como reliquias sagradas. Le pregunté a uno de los asaltantes cuál era el libro de Vargas Llosa que más le había gustado y me contestó sin vacilar: Rayuela. Otro día, un lector me pidió que yo le dedicara A sangre fría, de Capote, y como yo protestara, me explicó: "Es que lo que me interesa de usted no son sus libros sino su autógrafo".
Esta es la clase de problemas que ahora arrastramos por el mundo los novelistas latinoamericanas. Yo estoy seguro de que todo este alboroto lo inventó la CIA para impedir que salgamos del subdesarrollo literario. De veras. Antes, nuestra única misión en la tierra era escribir. Ahora no nos queda tiempo, a causa de tantos autógrafos que tenemos que firmar y tantas declaraciones y entrevistas que tenemos que conceder.
Ante esta situación, no me queda más remedio que revelar un secreto: quien escribe mis libros es mi mujer, pero le parecen tan malos que le da pena firmarlos. Yo le hago el favor, y ella lo considera como la mayor prueba de amor que le he dado.
Pero aunque de veras fuera yo quien escribiera esos libros, no veo por qué tengo que ser asaltado en la calle para que haga declaraciones. En realidad, lo que el escritor quiere decir, lo dice en sus libros y nadie debe esperar que agregue algo más en la prensa, la radio o la televisión. Además, para acabar de poner las cosas en claro, yo no veo dónde está lo que ahora se llama "la nueva novela latinoamericana". En realidad, todo esto es muy viejo: Onetti, Carpentier, Rulfo, Cortázar, Fuentes, yo mismo, somos mayores de 40 años y estamos escribiendo y publicando desde hace más de 20 años. El único joven es Vargas Llosa, y no me parece justo que todos tengamos que cargar esa culpa, que en realidad le corresponde únicamente a él. Si los críticos y los periodistas no se habían dado cuenta de que existíamos, eso es problema de ellos. Yo, personalmente, les agradezco el interés tardío, pero no estoy dispuesto a prestarme para que ellos recuperen el tiempo perdido.

"Un libro con tanto público debe ser muy malo"


Este alboroto me ha creado una grave confusión. Cuando leí Cien años de soledad estaba convencido de que era el mejor libro que había escrito mi mujer; ahora tengo serias dudas, ante la voracidad con que lo están comprando en todo el continente. En Colombia, un librero recibió un pedido de 100 ejemplares, y no alcanzó a ponerlos en su librería, los empleados de la Aduana, que abreviaron los trámites de importación, los compraron todos. Eso me resultó profundamente sospechoso: un libro con tanto público debe ser muy malo. Ya le he dicho a mi mujer que el próximo lo escriba a la manera de Robbe-Grillet, para que nadie lo entienda. Así tendremos la absoluta seguridad de que el libro es bueno.
¿Buenos Aires? No sé: hasta ahora, lo único que he podido observar es que uno se siente aquí como si estuviese metido dentro de un libro de Cortázar. Ayer vi un hombre con una gran bufanda amarilla que detuvo un taxi, se metió por la puerta derecha a toda prisa y con una terrible cara de angustia, y enseguida salió por la puerta izquierda con la expresión radiante de quien ha llegado puntual a la cita. No hay duda: desde su exilio de París, Cortázar sigue siendo un escritor profundamente argentino. En cuanto a lo que pienso de Buenos Aires, sólo podré decirle cuando me vaya; yo conozco las ciudades por la clase de nostalgia que me dejan. En París viví cinco años y los único que recuerdo es el olor a espuma de coliflores que tienen las escaleras de los hoteles. De Roma sólo recuerdo el color de la luz. De Moscú sólo recuerdo una chica que a las dos de la madrugada, en la desierta Plaza Roja, me mostró una tortuga que movía la cabeza. Desconcertado, le pregunté: "¿Es de plástico o está viva?" Y ella me contestó: "Es de plástico, pero está viva".