La otra noche estaba por llegar a casa y mi hijo, por mensaje de texto, me impartió la orden: "pasá por una estación de servicio y traeme un chocolate".
Cómo prefiero hablar antes que escribir, y más si uno estás manejando, lo llamé inmediatamente.
-¿No querés que te lleve un Topolín?
-¿Un Topo qué?, preguntó sorprendido.
-Nada, nada. Te llevo un chocolate.
De golpe me trasladé a mi infancia. Obviamente que a mi viejo no lo hubiese llamado por celular ni pedirle que pasara por la estación de servicio, salvo que mi madre necesitara kerosene para la estufa. En las estaciones de servicio no había golosinas, pero además, no había celulares. Pequeño detalle.
Pero volvamos al Topolín. Era mi golosina preferida. El Topolín implicaba una ceremonia. Era la sorpresa, el regalo que traía, nos traía, mi padre, a mis hermanos y a mi cuando llegaba del trabajo. No era una golosina cara, pero el momento en que mi viejo atravesaba la puerta del departamento, nos daba un beso y metía sus manos en el bolsillo, era sublime. Eso se registraba entre las ocho y las nueve de la noche. Nosotros -mis dos hermanos y yo-ya estabamos bañados, con el piyama puesto, viendo algo de tele, haciendo los deberes, o matandonos por alguna pavada esperando la llegada de papá mientras la vieja cocinaba. Lo de los pucheros, el estofado de pollo con fideos o la polenta con queso vale para otro comentario.
Nos encantaba el Topolín, con ese sobre de papel, descolorido, que uno abría esperando encontrar un pequeño juguete y el querido chupetín. Tengo grabado el gusto. Los gustos y los olores perduran. El del Topolín no me lo borra nadie.
Degustábamos con placer ese Topolín, como el chicle bazooka, las galletitas Manon que mojabamos en la leche, o algún "Mejoralito" que por ahí afanábamos de la caja de los remedios. Ya habíamos visto a "Don gato y su pandilla", "Los autos locos" y "Meteoro", habíamos hecho los deberes y usado el "Simulcop" para algún trabajo de Ciencas Naturales, y nos preparábamos para dejar atrás un nuevo día.
Supongo que mi viejo paraba siempre en el mismo kiosko donde lo esperaba el paquete de Parliament largo y los tres paquetes de Topolín. Cuando cobraba y se podía, nos sorprendía con tres chocolatines Jack, pero el Topolín ganaba por robo en cuanto a fidelidad. Nunca llegó sin la golosina o el paquete de figuritas.
Esos días únicos, irrepetibles, de nuestra infancia, cuando las preocupaciones, las obligaciones, eran cosa de "los grandes", son lindos para evocar de vez en cuando. Esta vez, gracias al "Topolín", la golosina de mi infancia que jamás conoció mi hijo.
Cómo prefiero hablar antes que escribir, y más si uno estás manejando, lo llamé inmediatamente.
-¿No querés que te lleve un Topolín?
-¿Un Topo qué?, preguntó sorprendido.
-Nada, nada. Te llevo un chocolate.
De golpe me trasladé a mi infancia. Obviamente que a mi viejo no lo hubiese llamado por celular ni pedirle que pasara por la estación de servicio, salvo que mi madre necesitara kerosene para la estufa. En las estaciones de servicio no había golosinas, pero además, no había celulares. Pequeño detalle.
Pero volvamos al Topolín. Era mi golosina preferida. El Topolín implicaba una ceremonia. Era la sorpresa, el regalo que traía, nos traía, mi padre, a mis hermanos y a mi cuando llegaba del trabajo. No era una golosina cara, pero el momento en que mi viejo atravesaba la puerta del departamento, nos daba un beso y metía sus manos en el bolsillo, era sublime. Eso se registraba entre las ocho y las nueve de la noche. Nosotros -mis dos hermanos y yo-ya estabamos bañados, con el piyama puesto, viendo algo de tele, haciendo los deberes, o matandonos por alguna pavada esperando la llegada de papá mientras la vieja cocinaba. Lo de los pucheros, el estofado de pollo con fideos o la polenta con queso vale para otro comentario.
Nos encantaba el Topolín, con ese sobre de papel, descolorido, que uno abría esperando encontrar un pequeño juguete y el querido chupetín. Tengo grabado el gusto. Los gustos y los olores perduran. El del Topolín no me lo borra nadie.
Degustábamos con placer ese Topolín, como el chicle bazooka, las galletitas Manon que mojabamos en la leche, o algún "Mejoralito" que por ahí afanábamos de la caja de los remedios. Ya habíamos visto a "Don gato y su pandilla", "Los autos locos" y "Meteoro", habíamos hecho los deberes y usado el "Simulcop" para algún trabajo de Ciencas Naturales, y nos preparábamos para dejar atrás un nuevo día.
Supongo que mi viejo paraba siempre en el mismo kiosko donde lo esperaba el paquete de Parliament largo y los tres paquetes de Topolín. Cuando cobraba y se podía, nos sorprendía con tres chocolatines Jack, pero el Topolín ganaba por robo en cuanto a fidelidad. Nunca llegó sin la golosina o el paquete de figuritas.
Esos días únicos, irrepetibles, de nuestra infancia, cuando las preocupaciones, las obligaciones, eran cosa de "los grandes", son lindos para evocar de vez en cuando. Esta vez, gracias al "Topolín", la golosina de mi infancia que jamás conoció mi hijo.